domingo, diciembre 11, 2005

NOTAS LITERARIAS A NUEVA YORK *







Bruno Marcos

Es difícil, para el hombre herido por las letras, viajar a Nueva York sin que a su mente acudan las referencias literarias que, de la ciudad, le han ido llegando durante su vida. Extraño es que, a su pensamiento, no se acerque Lorca y su deslumbrante Poeta en Nueva York. Dice Federico: “La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno/ y un huracán de negras palomas/ que chapotean las aguas podridas./ La aurora de Nueva York gime/ por las inmensas escaleras/ buscando entre las aristas/ nardos de angustia dibujada./ La aurora llega y nadie la recibe en su boca/ porque allí no hay mañana ni esperanza posible:/ A veces las monedas en enjambres furiosos/ taladran y devoran abandonados niños./ Los primeros que salen comprenden con sus huesos/ que no habrá paraíso ni amores deshojados:/ saben que van al cieno de números y leyes,/ a los juegos sin arte, a sudores sin fruto./ La luz es sepultada por cadenas y ruidos/ en impúdico reto de ciencia sin raíces./ Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes/ como recién salidas de un naufragio de sangre.
La imagen es desalentadora, muy distinta a la visión optimista y dinámica que nos dan de la ciudad el cine o la televisión. Se suele decir que, en realidad, Lorca habla de todo el mundo moderno, de la ciudad-mundo genérica de la vida industrial. También se añade que el filtro del poeta era pesimista debido a que huía de un amor contrariado, al tiempo que se separaba del agobiante éxito de Romancero Gitano.
Así pues, antes de viajar allí, uno piensa que quizá nunca existió tanta desolación, que, tal vez, era, solamente, una proyección mental que él hizo de un futuro sin alma. No obstante, al llegar, las dudas desaparecen, al viajero bisoño que entra en la metrópoli por primera vez, todas las sensaciones lorquianas le parecen exactas, literales.
Pero, te preguntas: ¿Qué quedará de la Nueva York que contempló Lorca?¿Qué edificios, concretamente, estarían ya construidos?: Pudo ver el Flatiron de 1902, esa esquina en forma de plancha entre Broadway y la Quinta Avenida, el Woolworth de 1913, esa ironía en piedra, un rascacielos gótico, una catedral del dinero, el puente de Brooklyn, más antiguo, de 1875, tal vez el Chrysler de 1930, futurista y decorativo a la vez, el Empire State de 1931, o el Rockefeller también de los años treinta. Se encontraría, seguramente, con los que, curiosamente, hoy en día, nos parecen más humanos, con intentos ornamentales, con el primer piso y la cúspide neorrenacentista o art nouveau.
Sin duda, la colisión con la multitud, debía estar ya en la arquitectura neoyorquina de los años treinta, mostrando una gran metonimia que, de forma simbólica, anulaba las ilusiones del poeta por la identificación entre el ser y el estar en el mundo.
En el poemario de Lorca, se puede constatar que él, también, barajaba sus referencias literarias frente al viaje a la gran manzana. Fruto de ellas es la oda a Walt Whitman. Whitman significa para él “el reino de la espiga”, todo lo contrario al envilecimiento de la vida moderna, y le sirve para confrontar el amor puro al banal. Hoy, como en el tiempo en el que visitó Lorca Manhattan, nada recuerda a Walt Whitman en el río Hudson, nada recuerda al hombre que quería fundirse con la naturaleza. Escribe Federico:”Pero ninguno quería ser un río, /ninguno amaba las hojas grandes,/ ninguno la lengua azul de la playa.” Lorca se dio cuenta de que la Nueva York de entonces no era ya la de Walt Whitman y, sin embargo, se aferra a la idealización, dice el poeta:”Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,/ he dejado de ver tu barba llena de mariposas.”
Lo cierto es que la ciudad debía tener bastante menos poesía que la mirada de Lorca. Otro poema suyo comienza:”Todos los días se matan en Nueva York/ cuatro millones de patos/ cinco millones de cerdos,/ dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,/ un millón de vacas,/ un millón de corderos/ y dos millones de gallos/ que dejan los cielos hechos añicos.” Aquí la poesía se hace estadística y la estadística retrato de la deshumanización que abruma la sensibilidad individual.
En otra parte dice:”Yo denuncio la conjura/ de estas desiertas oficinas/ que radian las agonías.” A medias ingenuo y a medias sublime, o, mejor dicho, sublime por esa precisa ingenuidad, el poeta aún cree en el poder absoluto de la palabra, cree, la voz del poeta, que la poesía puede retener, o devolver, al mundo su alma.
El viajero actual, mucho más humilde, ve ese mundo sin alma, ya, como algo imparable, y, tal vez, se identifica más con ese otro neoyorquino que inventase Melville llamado Bartleby y su extravagante resistencia en la que, tan solo, se limita a responder, ante cualquier requerimiento, con un ”preferiría no hacerlo”. Es fácil imaginárselo apostado en una oficina de Wall Street, sin intención de irse.
También Juan Ramón Jiménez viajó a Nueva York, y lo que sorprende al viajero de hoy es que Juan Ramón llegó por mar. Debemos a esto insuperables versos:”Parece, mar, que luchas/–¡oh desorden sin fin, hierro incesante!–/por encontrarte o porque yo te encuentre./ (...)/ Estás como en un parto,/dándote a luz–¡con qué fatiga!–/ a ti mismo, ¡mar único!,/ a ti mismo, a ti sólo y en tu misma/ y sola plenitud de plenitudes,/ por encontrarte o porque yo te encuentre!”. En El diario del poeta recién casado va Juan Ramón apropiándose del mundo a través de la contemplación, observando el océano, y, de repente, repara en el cielo: “Te tenía olvidado,/cielo, y no eras/ más que un vago existir de luz,/ visto –sin nombre–/por mis cansados ojos indolentes./ Y aparecías, entre las palabras/ perezosas y desesperanzadas del viajero,/ como en breves lagunas repetidas/ de un paisaje de agua visto en sueños.../ Hoy te he mirado lentamente,/ y te has idos elevando hasta tu nombre”. Y el viajero, lector de Juan Ramón, se da cuenta de que, hoy, llega a esta urbe, precisamente, por ese cielo al que descuidó el poeta en su trayecto y al que dedica tan hermoso poema.
La impresión que causó la gran manzana en este poeta se lee en los sucesivos textos:”es como si todos estos pobres que aquí viven –chinos, irlandeses, judíos, negros–, juntasen en un sueño miserable sus pesadillas de hambre, harapo y desprecio, y ese sueño tomara vida y fuera verdugo de esa ciudad...”. Más adelante arremete contra el paisaje arquitectónico:”Pero ¿es, mi querido amigo, que han hecho ustedes Nueva York para salvarla del fuego?/...Está enjaulada la ciudad en las escaleras de incendio.”
Lo cierto es que Nueva York no es como uno se la imagina. Si se llega del aeropuerto al atardecer, al cruzar el East River, la silueta de los rascacielos, al contraluz de poniente, muestra una siniestra pantalla lisa, amarillenta, muy alta, fantasmal y fantástica, sientes que te dirigieras a una escenografía en lugar de a una ciudad. Cuando, finalmente, se pone pie en el asfalto la sensación de irrealidad es muy fuerte. El bullicio de la calle contrasta con las cimas de los rascacielos, cuya inmóvil geometría parece agitada por el viento de una ciudad abandonada, es como si los edificios danzasen en una gran soledad. La luz llega al suelo agrisada, como si ya, realmente, caminases por subterráneos, por un subsuelo hecho para seres insignificantes, como si los verdaderos habitantes de la ciudad fueran los propios rascacielos, pero que estuvieran muertos y permaneciesen como grandes fósiles habitados por parásitos.
Sorprende ver las construcciones más antiguas, de principios del siglo xx. El más hermoso de ellos el edificio Chrysler con su cima plateada con forma de rayos concéntricos y su aguja. Por menos de un año fue el más alto de la isla, hasta la conclusión del Empire, que, además de servir a King Kong para cazar aviones, mantiene un duelo con el destino y vuelve a ser la azotea de Nueva York después de la caída de las torres gemelas.
De pronto, frente a un ascensor, al contemplar un pequeño relieve, uno se acuerda de Metrópolis, la película de Fritz Lang, y ya no puede dejar de verla por todas partes. Es la misma, esa ciudad opresiva del futuro, con pequeños toques modernistas, como islas con residuos de épocas anteriores en las que aún se buscaba la belleza.
Y la gente, esa vitalidad de la que hablan se presenta como olas súbitas de estrés que te pasan por encima, más bien, para robarte la energía que para contagiártela. Y los famosos homeless, los sintecho haciéndose más visibles el domingo, cuando la multitud de la hora punta ya no los encubre. Aparecen por cualquier lado, con un montón de bolsas, varios abrigos aunque haga calor, mordiendo un poco de comida basura encontrada en la basura. Son una especie de desprogramados, de rebeldes a su manera, de diógenes eternos y ubicuos, pero sin magia, tal vez son un error previsible en esta forma de vivir.
De nuevo Lorca, los negros de Nueva York: Siguen siendo los perdedores de esta sociedad. Extraña contemplar cómo se mantiene la pureza racial de casi todos los negros que ves por las calles, como si hubieran estado siglos en el corazón de África y no en Nueva York.
El caos y el desorden vertical de la arquitectura acaban por constituir un organismo, un todo. El midtown como la metrópolis plateada de Lang acaba, vista desde el puente de Brooklyn, bajo el sol, por tener la misma piel, el mismo color. Times Square es, literalmente, la película Blade Runner.
Ver Manhattan desde el cielo: la azotea del Empire State Building. Te vienen a la mente extrañas ideas puritanas: ¿Esta ciudad por nada, sólo para producir dinero? Entiendes entonces por qué se prohíbe en la Biblia trabajar en el sábado, te acuerdas del relato de la torre de Babel, de la confusión de lenguas, incluso acuden al pensamiento Sodoma y Gomorra.
Lo que contemplas es El país de la últimas cosas, la novela de Paul Auster, esa ciudad en destrucción que atrapa al que llega a ella obligándole a sobrevivir penosamente, una urbe que podría ser, simplemente, la visión que un homeless tiene de la Nueva York real. En El palacio de la luna Auster hace que el protagonista sea contratado por un anciano odioso y rico para que le pasee, en su silla de ruedas, por Manhattan. Al final el viejo resulta ser su propio abuelo. Las casualidades de Auster son un desesperado sueño de reorganizar este tráfico de desorden, de dar significado al individuo entre la masa. Quizás es el único salvavidas para esta ciudad. Es posible fijarse en algunos rostros en el metro y, es posible, volver a verlos más tarde, en otro sitio. ¿No es tan fiero el león?¿ Puede ser Manhattan también una plaza de pueblo?
Me sorprende la coincidencia, la casualidad: Lorca viajó a Nueva York en junio de 1929. Al igual que yo disfrutaría de la misma estación del año, además, viviría, como yo, su cumpleaños en la expectativa del viaje, en el tránsito, o en sus primeros días allí.
En una librería de viejo, en la calle 58, entre los anaqueles, La casa de Bernarda Alba, de Lorca, en castellano, edición de 1970, un dólar más tasas. Quedó olvidado, quince minutos después, en un café de la 59. Mi encuentro con Lorca en la ciudad de los rascacielos como en el azar de Auster: encontrar su libro editado el año en que yo nací, tocarlo y comprarlo y olvidarlo, en un involuntario o, a saber, inconsciente acto, para que gire, de una mano a otra, en aquella ciudad, en la ciudad-mundo.
Es inevitable pensar, también, al anochecer, en la desolación del Réquiem de José Hierro. Ese funeral de un emigrante español que el poeta escribe después de leer una esquela en un periódico de neoyorquino. En él, compara el pasado heroico con la muerte anónima en la metrópoli. Dice: “Vino un día/ porque su tierra es pobre. El mundo/ Liberame Domine es patria./ Y ha muerto. No fundó ciudades./ No dio su nombre a un mar. No hizo/ más que morir por diecisiete/ dólares”.
También es en una obra surgida sobre esta ciudad donde José Hierro sintetiza prodigiosamente el vano esfuerzo de existir. Escribe José un magistral soneto en Cuaderno de Nueva York que acaba así: “Qué más da que la nada fuera nada/ si más nada será, después de todo,/ después de tanto todo para nada.”
Por momentos la Nueva York real parece el espectro de la Nueva York imaginada, pero, en otros instantes, deslumbra su vitalidad. Su exceso, quizá, pertenezca también al terreno de la fantasía y no sólo al de la deshumanización, tal vez sea, en efecto, una cosa muy literaria. ¿Vivir sin raíces, sin mitología común, puede ser una oportunidad para ser libre?
Es cierto, se siente más placer al contemplar las pirámides de Egipto o el Taj Mahal. ¿Por qué contemplar el pasado provoca paz, sosiego, y esta ciudad viva, imparable, provoca, ha provocado, tanto desasosiego?¿Acaso se respira el trauma de la inmigración, el rencor de la miseria, la ausencia de otro deseo que el de enriquecerse?¿Es acaso ese el paisaje que vemos, el que puede llegar a crear el hombre volcado en la codicia?
El penúltimo poema de Poeta en Nueva York de Lorca es Huida de Nueva York, el último El poeta llega a la habana y, precisamente, en el avión de vuelta, surcando el cielo de Juan Ramón, alguien cubano me dice que deberíamos ir a la bienal de la Habana.


* Artículo aparecido en el suplemento cultural el Filandón del Diario de León el 17 de Julio de 2005.


1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

NY te espera con los brazos abiertos

diciembre 21, 2005 9:22 a. m.  

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